domingo, 25 de octubre de 2009

Inocente Palomita

Creo que fue tiempo después de mi vigésimo quinto cumpleaños cuando finalmente comprendí todo. Y por todo me refiero a EL TODO. Una desilusión profunda me agitó por haber tardado tanto en descubrirlo, pero lo cierto es que debido al inexorable paso del tiempo fui capaz de comprender ese maldito todo que hoy nos tiene al borde del abismo.

De chico, tuve la afortunada suerte (hay suertes que no son afortunadas) de vivir en una casa con un jardín pequeño (todas las visitas le decían patio; en mi casa lo llamábamos jardín). Ahí solía pasar horas jugando, quizás con una pelota, con mi hermano o en varias ocasiones solo.

Solíamos ir a jugar después del almuerzo, a la hora en donde todos los grandes se disponían a realizar la actividad más aburrida posible: dormir la siesta. Puedo visualizar los momentos previos con sincera frescura: mi mamá levantando la mesa, apilando los platos con todos los cubiertos encima y dejando los vasos sobre la mesa: pero no mucho tiempo, porque había que respetar la hora de la siesta. Por último y como si ello diera por finalizado el almuerzo, sacaba el mantel que hasta entonces había alojado las mermas de los comensales y especialmente, las migas de pan. Solía hacer un bollo grande y abría la puerta que conectaba el jardín con la cocina. Allí liberaba todos los diminutos desperdicios en el pasto “Para que coman los pajaritos”.

Me divertía y causaba gracia el accionar de toda clase distinta de pájaros minutos después de tener la comida servida. Algunos más hambrientos se dirigían rápidamente; otros más cautelosos y prudentes esperaban un poco más: no vaya a ser que algún humano se disponga a salir al jardín a vaya uno a saber qué.

Recuerdo hasta con la misma ansiedad el momento del ruido al abrir la puerta. Una puerta con llave que en ese entonces no se trababa tanto como sí lo hace ahora. Y ese ruido metálico, forzoso, áspero, era imposible de evitar. Puedo imaginar en este instante mi apuro, mis ganas por salir afuera y ver cómo todos los distintos ejemplares de aves salen revoloteando asustados y temerosos por nuestra presencia. La sensación de poder era fantástica, y más para un nene de 5 años que comienza a experimentar nuevas y variadas sensaciones.

También es cierto que cuando uno es niño tiene esas ganas o ese no se qué de agarrar todo. Ver un objeto tal y como es un pájaro que puede escaparse fácilmente, le genera a uno una curiosidad estrepitosa por tomarlo en sus manos. Dada la imposibilidad, por mi parte me conformaba con quedarme jugando en el jardín, todavía repleto de migas, y observar el respeto y miedo con que todas las aves, incluyendo las palomas (las más populosas de todo el espectro de aves), me miraban desde lo alto de la medianera. Recuerdo que había algo en la mirada de esas palomas; un entremezclado de odio, de desafío y de rencor. Los pájaros más pequeños salían volando hacia otras casas o plazas. En cambio las palomas quedaban rodeando el perímetro del jardín, expectantes todo el tiempo y atentas al momento en que mi hermano y yo nos fuéramos. Al retirarnos por la ruidosa puerta, las palomas y quizás algún pajarito que estuviera justo pasando por ahí, avanzaban desaforadas hacia el pasto a comer las migajas del mediodía. Yo, en mi afán de niño y de aburrimiento, trataba de actuar lo más rápido posible y salía rápidamente de nuevo al jardín para espantarlas y demostrarles mi temible poder. Las palomas al escuchar el ruido de la puerta se retiraban velozmente hacia la medianera, sin darme tiempo a poder acercarme. Ellas desde lo alto me miraban con desprecio y aborrecimiento. Un odio visceral y su mirada centrada en la comida que yo les impedía alcanzar. Ya cansado y aburrido del temor ajeno, generalmente me iba hacia dentro de mi casa. Ellas, por su parte, retomaban la iniciativa y se disponían a acabar con su comida.

Y los años pasaron. Me fui acostumbrando a ver a todas las palomas como un elemento más de los paisajes cotidianos de mi vida. En las plazas, en los trenes, en el recreo del colegio, en las veredas, en las calles... Sentí un profundo despertar cuando un amigo me expresó su pensamiento al respecto de este grupo de aves: “Son ratas con alas”. A partir de ahí fui dilucidando su accionar. El hecho que ellas puedan volar y navegar los cielos nos recuerda nuestra humana limitación a permanecer en la tierra. De aquí que muchos ancianos dispongan de su tiempo en las plazas para darles comida; como si al echarles pan o lo que sea los humanos estuviéramos alimentando nuestro deseo de quizás volar algún día. Triste y por si fuera poco, patético.

Es esa mirada que nos imparten, esos ojos salientes y rojos sangrantes con que nos observan y nos temen. O más bien temían, pues hoy presencié el salto evolutivo de su especie: un horrendo grupo de ratas voladoras mendigando por la vereda de mi casa que al ver que me acercaba a ellas, ninguna, NINGUNA se inmutaba. Casi les tuve que pedir permiso para que me dejaran transitar la vereda, y hasta llegué a patear a dos de ellas en el camino hasta la puerta de mi entrada. Sentí un pánico paralizador. Si tan sólo toda la especie se convirtiera en lo que son las palomas que merodean la vereda de mi casa, pronto vendrían a atacarme en venganza de mis maltratos de pequeño... A lo mejor, si se dieran cuenta del poder que poseen, el mundo dejaría de ser lo que es y uno nuevo comenzaría bajo el control de una simple e inocente palomita.