miércoles, 2 de diciembre de 2009

Casi!

Llegó finalmente el día en que morí. Estaba muerto. Me di cuenta rápido porque vi mi cuerpo entero, mi cara, mis manos, mi cabeza, mis brazos, mis piernas y mi TODO cohesionado en un cuerpo, sin espejo, ni foto, ni video de por medio (uno cuando esta vivo puede verse todo el cuerpo menos la cabeza y la espalda). Me vi. Estaba ahí, tirado ya sin vida. Me impresionó un poco verme... Pensé: "Qué loco... existí".
Traté de mirar en qué me había convertido. Pero no tenía mucho sentido, pensé. Para mirar necesito ojos; y los mismos estaban ahí tirados, aún abiertos. Incluso pensar ya era una acción de alguien con vida, con un cerebro para pensar. Y si mi cerebro estaba ahí metido en mi cabeza, la cual yacía en el piso... ¿Cómo es que entonces..?

"¡Ahí está reaccionando!", escuché que dijeron muy cerca mío.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Sueños que te pasan

En los diversos procesos que aquejan la vida de uno, podría decirse que siempre hay uno que predomina sobre los otros (¿procesos? ¿¡Procesos!? Cosas queda mejor). Hay una cosa, una sola que se vuelve más relevante que otras. Básicamente, esto se debe a que nuestras prioridades difieren entre unos y otros. Hasta acá, nada nuevo. Pero sólo podrán entenderme cuando llegue el momento de describir el sueño que me acaba de acosar. Mi inconsciente ha estado jugando recién conmigo (por recién se sobreentiende que hasta hace un rato dormía). Y desperté. Y descubrí que los procesos, o como corregí después: cosas, son eso: cosas que te pasan. Sueños que a veces soñás. Sensaciones como las de ser un Pac-Man a punto de comerte un bichito convertido en azul, pero que se vuelve justo a su color original y te saca una vida (si me habrá pasado en la vida real...). Ojo. Te puede tocar al revés. Tenés el bichito naranja y rosa persiguiéndote y en una maniobra espectacular conseguís comerte el puntito blanco que te da el poder de comértelos a ellos. Y es que la vida parece tener una lógica similar: las oportunidades y los infortunios. Junto con esto, recordé la sensación de felicidad cuando jugás al tetris y estás hace miles de figuras armando los distintos pisitos, y el PALO que te hace sumar línea cuádruple no llega. Acá la metáfora es clara: esperar, la paciencia... Y cuando por fin llega el PALITO! La puta madre, qué bien! A veces también pasa que esperás y no llega. Te aparecen muchas otras figuras que no sabés donde poner. Y te complicás. A lo mejor usás una figura L que te puede servir para reemplazar en algo al palito... Pero vos y yo sabemos que no es lo mismo. Y en la memoria de juegos también está Mario Bros en Super Mario Land o World. Entre que Marito mataba tortugas, comía hongos y flores para tirar bolas de fuego, recuerdo la frustración de tener que saltar hacia un tubo verde y JUSTO en ese preciso instante una puta flor tira-fuego salía. Yo, como un boludo, ya había iniciado el salto hacia ese tubo cayendo justo sobre la cabeza de la flor y perdía una vida... Acá tenés otra metáfora: lo inoportuno, la que no te esperás... Otra de las cosas que pasan.

En fin. Tuve un sueño dije... Yo era, precisamente, Mario Bros corriendo. No sé por dónde la verdad. Pero recuerdo muy bien la sensación de ser perseguido. Escapaba de alguien... más bien de algo. De pronto, vi que lo que me perseguía era un Pac Man gigante que abría y cerraba la boca intermitentemente. Y en ese momento en el que me percaté de su presencia, comenzó a llover. Fuerte, muy fuerte. Pero no caía agua. En vez de gotas caían palos de tetris! Y no sólo eso, sino que al rato veo como empieza a caer granizo: pero que en vez de hielo, lo que caía eran bloques cuadrados de tetris, los mismos que cuando te aparecen no sabés donde mierda poner.

Y así estaba yo. Corriendo como Mario, con un Pac Man gigante detrás, y la lluvia de tetris rozándome la cabeza. Poco tiempo después desperté y supe que tenía que escribir todo este sueño para encontrarle un significado... Espero lograrlo...

domingo, 25 de octubre de 2009

Inocente Palomita

Creo que fue tiempo después de mi vigésimo quinto cumpleaños cuando finalmente comprendí todo. Y por todo me refiero a EL TODO. Una desilusión profunda me agitó por haber tardado tanto en descubrirlo, pero lo cierto es que debido al inexorable paso del tiempo fui capaz de comprender ese maldito todo que hoy nos tiene al borde del abismo.

De chico, tuve la afortunada suerte (hay suertes que no son afortunadas) de vivir en una casa con un jardín pequeño (todas las visitas le decían patio; en mi casa lo llamábamos jardín). Ahí solía pasar horas jugando, quizás con una pelota, con mi hermano o en varias ocasiones solo.

Solíamos ir a jugar después del almuerzo, a la hora en donde todos los grandes se disponían a realizar la actividad más aburrida posible: dormir la siesta. Puedo visualizar los momentos previos con sincera frescura: mi mamá levantando la mesa, apilando los platos con todos los cubiertos encima y dejando los vasos sobre la mesa: pero no mucho tiempo, porque había que respetar la hora de la siesta. Por último y como si ello diera por finalizado el almuerzo, sacaba el mantel que hasta entonces había alojado las mermas de los comensales y especialmente, las migas de pan. Solía hacer un bollo grande y abría la puerta que conectaba el jardín con la cocina. Allí liberaba todos los diminutos desperdicios en el pasto “Para que coman los pajaritos”.

Me divertía y causaba gracia el accionar de toda clase distinta de pájaros minutos después de tener la comida servida. Algunos más hambrientos se dirigían rápidamente; otros más cautelosos y prudentes esperaban un poco más: no vaya a ser que algún humano se disponga a salir al jardín a vaya uno a saber qué.

Recuerdo hasta con la misma ansiedad el momento del ruido al abrir la puerta. Una puerta con llave que en ese entonces no se trababa tanto como sí lo hace ahora. Y ese ruido metálico, forzoso, áspero, era imposible de evitar. Puedo imaginar en este instante mi apuro, mis ganas por salir afuera y ver cómo todos los distintos ejemplares de aves salen revoloteando asustados y temerosos por nuestra presencia. La sensación de poder era fantástica, y más para un nene de 5 años que comienza a experimentar nuevas y variadas sensaciones.

También es cierto que cuando uno es niño tiene esas ganas o ese no se qué de agarrar todo. Ver un objeto tal y como es un pájaro que puede escaparse fácilmente, le genera a uno una curiosidad estrepitosa por tomarlo en sus manos. Dada la imposibilidad, por mi parte me conformaba con quedarme jugando en el jardín, todavía repleto de migas, y observar el respeto y miedo con que todas las aves, incluyendo las palomas (las más populosas de todo el espectro de aves), me miraban desde lo alto de la medianera. Recuerdo que había algo en la mirada de esas palomas; un entremezclado de odio, de desafío y de rencor. Los pájaros más pequeños salían volando hacia otras casas o plazas. En cambio las palomas quedaban rodeando el perímetro del jardín, expectantes todo el tiempo y atentas al momento en que mi hermano y yo nos fuéramos. Al retirarnos por la ruidosa puerta, las palomas y quizás algún pajarito que estuviera justo pasando por ahí, avanzaban desaforadas hacia el pasto a comer las migajas del mediodía. Yo, en mi afán de niño y de aburrimiento, trataba de actuar lo más rápido posible y salía rápidamente de nuevo al jardín para espantarlas y demostrarles mi temible poder. Las palomas al escuchar el ruido de la puerta se retiraban velozmente hacia la medianera, sin darme tiempo a poder acercarme. Ellas desde lo alto me miraban con desprecio y aborrecimiento. Un odio visceral y su mirada centrada en la comida que yo les impedía alcanzar. Ya cansado y aburrido del temor ajeno, generalmente me iba hacia dentro de mi casa. Ellas, por su parte, retomaban la iniciativa y se disponían a acabar con su comida.

Y los años pasaron. Me fui acostumbrando a ver a todas las palomas como un elemento más de los paisajes cotidianos de mi vida. En las plazas, en los trenes, en el recreo del colegio, en las veredas, en las calles... Sentí un profundo despertar cuando un amigo me expresó su pensamiento al respecto de este grupo de aves: “Son ratas con alas”. A partir de ahí fui dilucidando su accionar. El hecho que ellas puedan volar y navegar los cielos nos recuerda nuestra humana limitación a permanecer en la tierra. De aquí que muchos ancianos dispongan de su tiempo en las plazas para darles comida; como si al echarles pan o lo que sea los humanos estuviéramos alimentando nuestro deseo de quizás volar algún día. Triste y por si fuera poco, patético.

Es esa mirada que nos imparten, esos ojos salientes y rojos sangrantes con que nos observan y nos temen. O más bien temían, pues hoy presencié el salto evolutivo de su especie: un horrendo grupo de ratas voladoras mendigando por la vereda de mi casa que al ver que me acercaba a ellas, ninguna, NINGUNA se inmutaba. Casi les tuve que pedir permiso para que me dejaran transitar la vereda, y hasta llegué a patear a dos de ellas en el camino hasta la puerta de mi entrada. Sentí un pánico paralizador. Si tan sólo toda la especie se convirtiera en lo que son las palomas que merodean la vereda de mi casa, pronto vendrían a atacarme en venganza de mis maltratos de pequeño... A lo mejor, si se dieran cuenta del poder que poseen, el mundo dejaría de ser lo que es y uno nuevo comenzaría bajo el control de una simple e inocente palomita.

lunes, 6 de julio de 2009

Don Luis

Don Luis amaneció esa mañana como tantas otras. El poco pelo canoso que los años le han dejado también despierta todo revuelto. Don Luis duerme en calzoncillos, con una remera vieja que cambia cada dos o tres días, depende. Esa mañana era lunes, y eran las seis y veintisiete de la mañana. Al abrir los ojos, se da cuenta del fuerte dolor de cabeza que la resaca le ha traído. Recuerda las dos botellas de vino que tomó la noche anterior en la casa de su hermano y de la tercera botella que luego bebió una vez vuelto a su casa. Los labios morados y los dientes de color oscuro revelan que su estado no es el mejor para ir a trabajar. La alarma de su reloj comienza a sonar; son las seis y treinta en punto y Don Luis tiene la sensación de que el ruido que hace es infernal. Intenta levantarse, como todos los días, pero su exceso de peso lo limita. Necesita hacer más fuerza que la cotidiana para levantarse e ir al baño. Pero antes tiene que apagar el despertador, ya el ruido es insoportable.

Con los puños haciendo fuerza contra la cama y tras dos fracasados intentos logra ponerse de pie. Se siente mareado y que la cabeza le late. Observa a un costado de su cuarto, próxima a su mesita de luz, la silla con el traje y la camisa que había dejado la tarde anterior para ir al trabajo. Al terminar de orinar en el inodoro, se da media vuelta y se mira al espejo que refleja la imagen de su cuerpo desde los hombros a la cabeza. Mira hacia abajo y observa lastimosamente su amorfa figura; se toca su exuberante panza rodeándola con la concavidad de sus manos. Siente vergüenza de sí mismo, como muchas otras veces que se detiene a verse. Observa su rostro brotado por el consumo de alcohol que lo deja en evidencia de haber estado ebrio. Se palpa su cara hinchada e intenta acomodar su pelo alborotado. Pero el reflejo sigue siendo cruel. La imagen continúa mostrándolo corroído por el tiempo, con sus sesenta y cuatro años indisimulables. Un fuerte pesar lo comienza a azotar como muchos años atrás después de la muerte de su madre. La sensación de vacío, que hace veinte años lo postró por días en la cama, había retornado sin aviso en los últimos meses. La infelicidad, como él decía, de no haber sido capaz de formar una familia, de haber estado siempre solo, lo empezó a perseguir como un jinete veloz. Probablemente el vacío siempre haya estado, disimulado u oculto en los quehaceres diarios y el trabajo. Pero a raíz de su cercana jubilación, el miedo y la infelicidad lo acecharon. El miedo a no tener ya nada que hacer, a sentir lo que siempre temió sentir: la inutilidad. En el espejo hizo la cuenta del tiempo que faltaba para su próximo cumpleaños y contabilizó: dos meses. Ya luego después lo jubilaban. Se imaginó estos días repetidos a diario, de resaca y de bebida solitaria, como en el último tiempo. Y el temor paralizante que lo acompañó en las distintas circunstancias de su vida apareció nuevamente.

A don Luis le costaba un poco expresar estas cosas que sentía. Esto es fácilmente comprensible a raiz de sus años de soledad que le fueron moldando una particular forma de ser. Pero más allá de eso, don Luis sabe que es un tipo muy querido: los jóvenes son para él una fuente de inspiración en esta etapa final de su vida. A ellos los ve con los ojos de la experiencia y, seguramente, con cierta envidia por el tiempo que le pasó sin aviso y por las oportunidades que se perdió de vivir. Con los años pudo reconocer que todo aquello que no vivió se debió sencillamente a que tuve miedo.

Ustedes quieren conocer al rey de los boludos? Miren, acá lo tienen solía decir mientras se señalaba y la carcajada generalizada de sus jóvenes compañeros de trabajo corría por toda la oficina. A don Luis esta caracterización lo divertía y le permitía ganarse el cariño de todos, incluso de aquellos de edad más cercana, o incluso mayor, a la suya. Aún así, lo cierto es que esta expresión escondía una verdad que toda su vida lo mantuvo ajeno de sí mismo. Él estaba seguro: soy un boludo.

Dos meses. Qué mierda hago después? se preguntó en voz alta, con la ilusión de que alguien le contestara. Su madre solía responderle sobre estas cuestiones, pero ya el tiempo lo había acostumbrado a tener que darse sus propias respuestas. Pero el espejo lo reflejaba solo, como tantas veces en los últimos años. La tupida barba que le salía, ya blanca, le daba un aspecto de abandono. Miró para el lavabo creyendo que quizás aquella persona que veía no era él. Pero al levantar su mirada, volvió a verse y se reconoció. Entendió que el alcohol podía cambiarle el humor, liberarlo un poco de todos sus miedos, pero que al otro día era imposible evitar verse en semejante estado.

La idea que años atrás había superado con la terapia lo volvió a cegar.
Para qué mierda vivís... se repitió una y otra vez, mirándose directamente a sus ojos vistos en el espejo hasta el punto en que se asustó, ya que parecía que había una persona enardecida del otro lado gritándole.

Don Luis sentió un fuerte dolor en la garganta. Una especie de nudo o tapón que le atoraba y le impedía respirar correctamente. De haber tenido a alguien cerca en ese momento, habría sabido que tenía ganas de llorar. Pero a don Luis esa vida le había sido negada o, peor aún, se la había negado él mismo. Tratando de olvidarse de todo, se lavó con ímpetu la cara y se tomó dos aspirinas para aliviar el dolor de cabeza, con la ilusión de también le aliviara el dolor de garganta.

Al salir del baño, vio la hora. Ya eran las 7 y 25. Debía tomar el tren de las 7 y 34 que siempre pasa o antes o tarde, pero no en horario. Le costó más vestirse que convencerse de ir a trabajar. Ya no podía seguir ausentándose sin aviso previo. Si bien él sabía que había sido importante para el crecimiento de la empresa, hoy ya hacía un tiempo que querían echarlo por su comportamiento errático y porque ya carecía de utilidad.

Para qué mierda vas... Todo al pedo... En dos meses ya te mandan al carajo. Después que haces!? se empezó a repetir nuevamente, mientras esperaba al ascensor desde el segundo piso de su edificio. Un anhelo desesperante lo congeló. Tenía ganas de subir de nuevo y acostarse en la cama. Y dormir. Dormir. Y ver si en una de esas casualidades del tiempo podía quedarse durmiendo para siempre.

Pero esta idea no prosperó porque la del tercero Be lo saludó muy amablemente en el hall de entrada y le recordó que esa misma tarde tenían reunión de consorcio. Don Luis replicó gentilmente como era su costumbre y salió a la calle, dirigiéndose sin pensar hacia la estación de tren.

La horda de gente que esperaba en el andén le recordó su ferviente deseo, previo a encontrarse con la señora del tercero Be. El viaje en dirección a Retiro, amontonado con toda esa gente, parado, encerrado en los escasos cuatro coches que pone la empresa cuando podrían emplear hasta seis o siete. Pero ya eran muchos años de haber caminado siempre hacia ese destino. Tantos años de inercia no pueden ser ignorados así tan fácilmente. Y hoy tampoco iba a ser la excepción.

Don Luis ya contaba con su boleto mensual y se limitó a esperar en el andén detrás de toda esa muchedumbre. Observó su reloj que tenía en la muñeca izquierda. Eran las 7 y 37. El tren se estaba demorando y eso implicaba que más y más gente se acumulaba minuto a minuto. Por detrás, sintió un frío metálico que le rozaba la espalda y, al intentar darse vuelta, escucha que le dicen:

“Quedate quieto y no digas nada gordo. Si no sos boleta. Dame el reloj y toda la guita”

Don Luis tuvo en ese momento una sensación extraña. Recordó su cara esa mañana en el espejo; volvió a sentir ese ferviente deseo segundos antes de ver a la del tercero Be y sintió unas ganas terribles de estar en su cama durmiendo, durmiendo, durmiendo... Ignorando las palabras de quien le había hablado, se dio vuelta y miró fijo a los ojos a quien le estaba apuntando con un revólver calibre 37 directo al pecho. Don Luis sintió un escalofrío aterrador: en la cara del portador del arma se dibujaba el rostro de quien minutos antes había estado gritándole en el espejo de su propio baño. Inmediatamente sintió el estruendo de un disparo y el rápido atravesar de la bala por su pecho, ensangrentando su camisa, mientras lentamente caía de rodillas en el andén.

Don Luis tuvo una sensación que nunca había sentido o que quizás ya había olvidado. Sintió que el dolor de su garganta menguaba rápidamente, al mismo tiempo que unas lágrimas brotaban de sus ojos y caían lentamente, por su peso, a lo largo del rostro.

Ya en el piso, sólo pudo cerrar los ojos y decirse: Gracias.

lunes, 4 de mayo de 2009

La Vuelta

Prendió el cigarrillo al mismo tiempo que se reclinaba hacia atrás con la silla. Se formó una molesta nube de humo con ese olor tan penetrante que tienen los cigarrillos apenas se prenden. Aspiró... o inspiró; no sé la verdad (nunca fumé). Largó el humo por la boca en la dirección opuesta a la que yo estaba sentado. Parte del humo salía por la nariz, o al menos eso parecía. Con su mano libre, la izquierda, hizo un movimiento de pincelada para que el humo se esparciera rápido. Alejó el cigarrillo con su mano derecha, ubicándolo justo por debajo de la silla para que no me molestara. Siempre me molestó el gesto tan egoísta del fumador. Pero por lo menos él tenía la mínima consideración conmigo; seguramente alguna razón había...

-Recién estuve con ella- dijo, antes de llevarse el cigarrillo a la boca.

-¿Con quién?- pregunté intrigado pero sospechando que se trataba de...

-Meri- sentenció,  largando el humo siempre en la dirección contraria a donde yo me encontraba sentado y dejando caer la ceniza en el piso.

La moza que estaba atendiendo en una mesa de al lado, mirando directamente hacia donde estábamos sentados, se percató de la situación y, rápidamente, se acercó con un cenicero que estaba en la mesa contigüa. Tincho y ella se disculparon mutuamente, sin entender ninguno quien había sido el culpable de semejante hecho aberrante: si él por dejar caer la ceniza de su cigarrillo en el piso, o ella por no prever la situación y no haberle acercado un cenicero a la mesa antes.

-Disculpen, acá tienen...- dijo colocando el cenicero en el medio de la mesita, entre los dos vasos de cerveza (el mío siempre más vacío que el de él) y la botella mitad vacía.

-Gracias, perdoná... no me di cuenta- le dijo Tincho, sin mirarla a la cara y haciendo un escaneo completo de la minita.

No muy alta, más bien petisa y morocha con el pelo recogido. Con una sonrisa agradable y una figura altamente proporcionada, quizás exacerbada por el delantal que llevaba como uniforme y que le remarcaba aún más sus atributos; seguramente elegida para ese trabajo por ello y no por su capacidad de servir a los clientes.

-Qué buena que esta la minita... ¿Le viste el orto?- comentó Tincho, a medida que la moza se alejaba.

-Pff... Terrible man...- contesté mientras los dos compartíamos el mismo punto fijo que veíamos alejarse hacia dentro del restaurant.

Tincho siguió llevándose el cigarrillo a la boca. Ahora intercalaba la pitada con un trago de su cerveza, ya no tan fría, dispuesto a retomar lo que quería contarme.

-Ayer la llamé. Le dije de vernos hoy a la tarde para charlar y tomar algo...- me dijo, sin mirarme a los ojos.

-¿La llamaste así de la nada?- pregunté sorprendido. Estaba sentado con los pies apoyados en esas barras que tienen las sillas, con las rodillas casi sobre el nivel de la mesa.

-Sí... venía hablando hace un par de días por MSN, preguntándole cómo andaba y eso...-respondió, fingiendo naturalidad.

-¿Me estás boludeando?- le dije, forzándolo a que me mirara.

-No, pene- contestó, incómodo, ansioso; seguía fumando. Le quedaban 2 ó 3 pitadas más como mucho.

-Y entonces la viste hoy... ¿Qué pasó?- yo estaba atento a lo que me iba a responder. Seguía con los pies apoyados en las barras de la silla, ahora con el vaso de cerveza cerca del pecho, como esperando el momento oportuno para tomar.

-Tomamos un café (ah bue, un café? Nunca te gustó el café caradura...) y nos quedamos charlando un rato- contestó, elusivo. Era evidente que quería que siguiera preguntándole...

-¿De qué hablaron?- insistí.

-Nah, de nada... (siempre la primera respuesta es nada). Le dije que hacía mucho tiempo que tenía ganas de ir a tomar algo con ella, que hacía mucho que no nos veíamos y que quería saber cómo andaba...- respondió, exponiéndose a que le dijera lo que él ya sabía que pensaba. Se le había terminado el cigarrillo. Apoyó el filtro en el cenicero, esmerándose en apagarlo bien. No teniendo con qué distraerse ahora, se sirvió más cerveza (el vaso todavía tenía para un trago más)

-¿Le dijiste de...- tardé en completar la frase. Tincho empezó a tomar de su vaso, al mismo tiempo que me miraba, como si adivinara lo que le iba a preguntar

-...volver? - completé.

-Sé...- contestó mientras apoyaba el vaso en la mesa.

Bajé las piernas. Tomé un poco de cerveza y dejé el vaso ya casi vacío al lado de la botella. Quedaba poco, seguramente él iba a querer una más. Apoyé mi espalda completamente sobre el respaldo y estiré las piernas por debajo de la mesa. No lo podía creer; pero al mismo tiempo era totalmente predecible.

-¿En serio?- pregunté, haciéndome el incrédulo.

-Sí- lo escuche decir, con más firmeza.

-No aguantaste estar 1 año solo- le dije, sonando indignado.

-No estuve solo... Estuve de novio en este tiempo, y salí un par de veces con otras minitas- dijo, tratando de defenderse tontamente.

-¿Volviste? ¿Ella qué te dijo?- le pregunté, ignorando lo último que me había dicho.

-Que lo iba a pensar...- respondió. Al instante le sonó el celular: un mensaje de texto.

-¿Te la apretaste?- lo miré a ver si se sonreía, como siempre hace cada vez que se pone nervioso.

-Sí... jajajaja- rió. Sentí lástima.

Agarró su celular que tenía en el bolsillo del buzo que tenía puesto.

-Me acaba de mandar un mensaje...- dijo sonriente.

-¿Qué te puso?- indagué rápidamente.

Me acercó el celular, se lo veía orgulloso: a mi entender, eso lo hacía parecer más patético todavía.

Me gusto verte hoy. Mañana hablamos. Te mando un beso grande” era lo que decía el mensaje de Meri.

-No pudiste bancarte la decisión que habías tomado,- le dije mirándolo fijamente. –Sos un boludo-

-Puede ser, pero la verdad que la extraño...- repuso al instante. –Todo era mucho mejor cuando estaba con ella... A lo mejor en este tiempo cambió un par de cosas que antes me molestaban y quién te dice...-

-Sos muy cagón- no tenía mejor definición para él. –No podés estar solo-

-Ya sé. Estoy contento igual eh... Podés felicitarme- dijo, creyendo parecer irónico, pero era innegable que lo decía y sentía en serio.

-¿Pedimos la cuenta?- pregunté, obviando lo último...

-Dale, llamá a la minita para que nos cobre...- respondió, sin interesarle mucho que no lo haya dicho nada por su último comentario.

Hice el gesto de la birome en el aire apenas logré hacer contacto visual con la moza. Me hizo un gesto de “dale, ahí voy”.

-Qué buena que está la mina por dioss!- quiso agregar para limpiar el silencio incómodo.

-¿Por qué no te la chamuyas un poquito? – le dije, seriamente.

-No puedo pá...! Estoy casi de novio... Ya fue!-

-Ah bue...-


viernes, 1 de mayo de 2009

Desgaste

“Dale 10.30 en Timbarros”, decía el mensaje de texto de Chelo que me llegó a eso de las 9 de la noche. Como siempre, yo estaba en clase en la facultad y me entretenía organizando vía celular la comida de la semana. No recuerdo si fue un miércoles o un jueves pero estoy seguro que no pudo haber sido ni lunes ni martes ni viernes. La razón es simple: por lo general nos veíamos nuevamente un viernes o sábado, entonces encontrarse un lunes o martes tenía la sensación de ser muy pronto para verse de nuevo. Y un viernes era bastante raro juntarse a comer porque eso nos obligaba a todos a tener que salir o hacer algo después de comer, y la verdad es que ninguno de los cuatro tenía las ganas de comer bajo ningún tipo de presión.

“Hablaste con Tincho y Javo?”, le respondí rápidamente a Chelo.

Sí vienen los dos. Yo no estoy en casa, si no te esperaba. Nos vemos abrazo”, sentenció finalmente el último mensaje de Chelo, quien vivía a unas ocho cuadras de mi facultad y generalmente me esperaba para ir juntos en su auto a Timbarro´s. Recuerdo muy bien este tipo de mensajes de Chelo en los que no se justificaba ni se excusaba, algo raro en él. “No estoy en casa”: ¿acaso no me podía generar intriga dónde estaba? Hacía tiempo que no ponía excusas. A las últimas propuestas de salidas en los fines de semana, simplemente se limitaba a responder “No puedo sory. Abrazo”. No me hubiera llamado la atención en cualquier otra persona, pero Chelo no era así: antes era más abierto y no le daba “vergüenza” decir que se iba a quedar con ella, su novia desde los 17 años. Quizás quedaba implícito que  no estar en casa” o “no poder, sory” era decir “estoy en la casa de ella” o “hoy tengo que salir con ella”, como si estuviera ahorrándome la bronca interna.

La clase terminó un rato antes, a eso de las 10 de la noche. Me tomé el colectivo para Belgrano, barrio donde quedaba Timbarro´s por aquél entonces. En el trayecto del viaje, recibo un nuevo mensaje, intuyendo ya de quien era.

“A las 10.15 en Timbarro´s abrazo” decía el mensaje de Tincho. Resultaba evidente que yo ya sabía, y que el también sabía que yo sabía que nos juntábamos. Pero así era él. No le gustaba que fuera tan tarde, y creía que con ese mensaje me presionaba a llegar más temprano, dado que si comíamos a esa hora era sólo porque yo salía tarde la facultad.

Llegué a la hora acordada, en parte por haber salido antes y también porque a esa hora no hay muchos autos en la calle. Tincho y Javo, que viven a unas escasas tres cuadras de distancia el uno del otro, ya estaban sentados en una mesa que a ninguno le gustaba pero que “si nos juntamos a esta hora, es obvio que va a estar lleno y no va a haber lugar”. Se habían sentado afuera, en frente de la puerta que da hacia la parte de adentro de donde emanaba calor y desde donde se podía ver a la única moza, una mujer de color piel negro, robusta, de pelo enrulado atendiendo todas las mesas. La solíamos llamar “negra do cabello duro”, en alusión a una publicidad muy conocida en su tiempo. Era un personaje bastante particular dado que no se ve mucha gente de color negra en Buenos Aires, y eso le daba un toque especial a Timbarro´s, donde ya nos veníamos juntando hace más de un año casi todas las semanas.

-Y Chelo? No llegó todavía?- pregunté casi al mismo tiempo que saludaba a Tincho y Javo.

-Me mandó un mensaje diciendo que estaba por llegar, que no estaba en su casa- contestó Tincho con cierta ironía.

-Es obvio que está en la casa de ella- sentenció Javo, en lo que fue su primera frase de la noche conmigo presente.

-Sí, a mí me dijo que no estaba en su casa, pero no me dijo dónde. Tengo la sensación de que le da miedo decir que está con ella...- transmití lo que pensé con el último mensaje que me había mandado.

Javo se mordió el labio inferior al mismo tiempo que movía la cabeza de un lado a otro, sentado sobre su espalda en una evidente expresión de disconformidad. Yo ni me había sacado la mochila, ni siquiera sentado, y ya estábamos hablando del tema más recurrente entre nosotros tres, en ausencia de Chelo. Quizás porque sabíamos que en cualquier momento iba a venir y el tema iba a quedar tapado por otros asuntos, quizás menos profundos o no tan dolorosos como la inmersión en nuestras vidas de ella... Y era como que teníamos que aprovechar el tiempo mientras Chelo no estuviera para poder decir lo que ya todos sabíamos, pero que nadie se animaba a decirle.

-Cómo puede seguir con esa mina… Lo maneja,  hace todo lo que ella le dice!- agregó Tincho, ya encaminado a expresar todo su resentimiento.

Al rato que me senté, apareció la negra do cabello duro y para aprovechar el tiempo y no tener que esperar quince minutos hasta que pueda acercarse de nuevo, pedimos una cerveza, una stella como a Tincho le gusta, no por sabor sino más por la imagen que vende. Javo se pidió un agua porque era su costumbre no tomar nada durante la semana, al menos no para comer y menos teniendo facultad al otro día a las ocho de la mañana.

Eran las 10.50 y Chelo no había llegado todavía. Era bastante inusual que llegara tarde y peor aún que no avisara. A Chelo se le podía objetar cualquier cosa en cuanto a las salidas de los fines de semana, pero nunca jamás faltó a ninguna de las comidas entre semana. Tincho lo llamó desde su celular, a ver si le había pasado. Pero le atendió directamente el contestador: tenía el celular apagado.

-Es obvio que está con la mina...-dije, indignado.

-Cómo no va a avisar!? Además fue él quien organizó, no da que llegue tan tarde. Yo mañana me tengo que levantar temprano- reprochó Tincho, buscando la aprobación de Javo, que hasta el momento se había limitado a mantener su expresión anterior, pensando lo mismo que todos: Chelo se quedó discutiendo con ella porque se juntaba con nosotros y, de manipuladora que es, lo demoró a propósito.

-Vamos viendo qué pedir?- interrumpió Javo, en lo que fue su segunda intervención desde que yo había llegado.

-Dale, de qué quieren?- pregunté.

-A mí me da igual cualquier cosa. Pidamos una grande y una chica para los cuatro, es obvio que tiene que venir Chelo- agregó Tincho.

-Por mí una grande de napolitana y una chica de jamón- propuso Javo.

Tincho y yo accedimos naturalmente. Segundos después de asentir vimos la figura alta de Chelo entrando por la puerta, entre apurado y ansioso por la hora que era. A medida que se acercaba a nuestra mesa pude ver su típica expresión lánguida y preocupada mientras con su brazo derecho se tocaba repetidamente su pelo enrulado: el típico gesto que nos mostraba que Chelo estaba incómodo, seguramente por haberse demorado tanto.

-Hola... Sory, sory. Me llamaron? Me quedé sin batería, no pude avisarles que estaba llegando tarde. Sory- se justificó inmediatamente con los tres mientras se agachaba uno por uno a saludarnos con un choque de caras.

-Pero qué te paso?- preguntó Tincho, entre curioso y enojado. Eran las 11 y 10. Chelo estaba acomodando la silla que había sacado de una mesa vacía, sentándose a mi lado, enfrente de Javo.

-Nada... Me peleé toda la tarde con Euge- respondió directamente, sin vueltas.

Euge era ella. Se podía ver en el rostro de Chelo una expresión entre triste y nostálgica. En el principio de su relación, unos cinco años atrás era común que nos contara sus peleas con ella. Pero hacía mucho tiempo que ya no compartía con nosotros los detalles de su relación y sólo se limitaba a responder Todo bien ante la insistente pregunta: “cómo va todo con euge?”

-Pero estás bien?- le pregunté, percibiendo que tenía ganas de contarnos.

-La verdad que no. Me cortó- dijo, sollozando.

Al mismo tiempo que Chelo confesaba lo que lo había tenido demorado, la negra do cabello duro interrumpe abruptamente.

-Y chicos, ya saben qué van a pedir?- pregunta, sin saber ni sentirse desubicada por lo que acabábamos de escuchar.

-Sí-respondió rápidamente Javo. Tincho y yo lo miramos sorprendidos: estaba inmutado.

-Una grande de napolitana y una chica de jamón. Y otra cerveza por favor- 

La Parada

al 108

Podés creerlo? Dos colectivos seguidos. A vos te parece?

Y bueno... Qué querés que haga? Vos también perdés mucho tiempo para salir.

Sí, puede ser... PERO DOS COLECTIVOS. Puedo entender que me pierda uno; llegar justo a la esquina y que se esté yendo. Pero que pasen DOS en frente de mi cara y además sabiendo que ya estoy llegando tarde.

A lo mejor, ahora viene uno rápido y vacío. Quizás tengas suerte.

No... esas cosas ya no me pasan. Sé que voy a tener que esperar quince minutos más hasta que venga el próximo. Y ahí sí, con suerte, voy a conseguir un lugar para sentarme, pero al fondo; justo encima del motor y me voy a morir de calor. Porque esa me pasó un par de veces: me subo, veo gente parada pero al mismo tiempo veo que hay lugares libres. Y pensando solamente en el beneficio de poder sentarme, de poder leer tranquilo, o de hasta poder quedarme mirando hacia la nada, corro hacia el fondo  para ubicarme en el lugar vacío. Y ahí recuerdo: qué calor la pu...

Y me vas a echar la culpa de eso? Qué tengo que ver YO con eso?

Nada... Te estaba contando.  No es mi idea culparte de todo che... Después me decís que no te cuento nada, que no te llamo, que no te doy bola.

Bueno, está bien. Es que por lo general siempre estás remarcando todas las cosas negativas que te pasan y cuando me lo contás parece que te estuvieras desquitando conmigo.

Es que sí y no... En parte vos me podrías ayudar un poco. No te cuesta nada.

Cómo? Trayéndote un colectivo vacío? Avisándote cuanto falta para que venga el próximo? Diciéndote si tiene o no lugares libres y qué lugares libres?

Bue, ya estas exagerando. Ves que te tomás todo muy en serio vos.

No me lo tomo en serio. Estoy cansado de que me eches la culpa de todo.

No te echo la culpa de nada. Te quiero explicar cómo todas estas cosas me predisponen a estar de mal humor. Fijate ahora la gente que está acá en la parada con nosotros esperando el próximo colectivo... Todas viejas, canosas y gordas. Las tengo que dejar subir antes que yo? Siempre me lo pregunto y para ahorrar tiempo aplico una teoría.

Una teoría? Cuál?

Son viejas que no han sabido sembrar el amor en sus años de juventud y adultez para que el día de hoy tengan un sobrino, hijo, nieto, primo, hermano, hermana, amigo, etc. que se ofrezca a llevarlos en casos como estos.

Te das cuenta de la estupidez que estás diciendo? No tiene nada que ver. Seguramente éste sea el único medio de transporte que pueden utilizar, por recursos, por movilidad o porque aquellos que podrían llevarlas no pueden porque tienen otras obligaciones.

Sí.  Y qué? Lo tendrían que dejar todo por ellas: sus queridas viejas gordas. Porque yo ahora me encuentro en la disyuntiva de tener que dejarlas subir a estas tres que están acá, por culpa, por ese no sé qué de la buena educación y SEGURO que el colectivo va a estar lleno, o JUSTO van a haber tres lugares para que se sienten y yo quede parado. O peor: tres asientos y un cuarto lugar EN EL FONDO.

Te hacés tanto problema esperando un colectivo?

Te parece poco? Tengo que leer mil cosas y acá es cuando mejor aprovecho este maldito tiempo muerto para ponerme al día con todo lo que tengo que estudiar. Viajar sentado y leyendo al mismo tiempo es muy útil para mí. Porque si viajo parado ya no me puedo sentar porque se empieza a subir gente, y más gente. Y uno tiene que estar muy predispuesto a armar la mejor estrategia para conseguir lugar. Si no, estás condenado a viajar parado TODO el viaje.

Estrategia para sentarte!?

Sí, obvio. Depende de la disposición de los asientos del colectivo. No es lo mismo uno viejo que uno nuevo. En primer lugar porque los nuevos traen menos asientos por esta moda del piso super bajo para discapacitados. Hay todo un espacio desaprovechado para gente con sillas de ruedas que JAMÁS vi subirse a ningún colectivo.

No puedo creer que seas tan insensible. No entiendo. Las viejas primero y los discapacitados ahora?

Sí. Para ambos es el mismo caso. Uno recoge lo que siembra. Es evidente que ambos no han sabido sembrar como corresponde. Y no es de insensible, ya te dije que me quiero descargar, no puede ser que me juzgues todo el tiempo.

Pero parece que estás desvariando un poco... No te podés quejar de que haya espacio para discapacitados o para dejar pasar o sentar a una viejita en el colectivo.

Sólo las dejo sentar cuando estamos en la competencia de un lugar para sentarnos. Es decir, si estamos viejita y yo parados compitiendo por descubrir quién se baja primero yo SIEMPRE adivino, pero me dejo perder... dejo que la viejita se siente. Tampoco soy tan insensible...

Ah. Entonces no las dejás subir primero, te quejás del espacio destinado para discapacitados pero cuando están mano a mano para sentarse en algún asiento está todo bien?

Y sí... En el fondo me dan lástima...

Mirá, ahí viene el colectivo.... Mejor subí y después hablamos.

Gracias por bancarme.

Nota: el interlocutor se subió primero al colectivo, y luego subieron las otras tres señoras. Había un sólo lugar libre en el colectivo: al fondo.