jueves, 2 de septiembre de 2010

No tengo nada

Todavía sigo pasando por la calle Freire, a metros de la estación de tren de Belgrano R, y recuerdo la imagen suya aproximándose por el pasillo cargando una mochila desproporcionada para su tamaño. Una sonrisa triste, a veces diabólica, otras veces espantosa, siempre tentadora. Su cara le reservaba un lugar de privilegio a ese incipiente bigote que siempre quiso y nunca supo tener. Llevaba encima un peso aún mayor: la idea de una vida vacía sin sentido. Una idea tan real, tan cierta, tan convincente. Era imposible evadirse. Una idea que chocaba tan fuerte que día a día lo hundía, me hundía, nos hundía, más y más.

Agus podía ser encasillado en diversas personalidades. Todas variaban en función del contexto social en el que se encontrara. Gustaba de interpretar asiduamente al verborrágico intelectual: denso para algunos, cautivante para otros.

Entenderlo en su compleja profundidad no era tarea fácil. Podría definirlo como una persona bipolar (o más bien ciclotímico). A veces vivía fuertes estados depresivos, de total desengaño, en parte golpeado por una cruda realidad, y muchas veces exagerando y distorsionando lo que realmente le pasaba. En sus estados maníacos o de excitación, olvidaba su principal tic motor (un continuo y lacerante morder de sus dedos, en donde descargaba casi toda su ansiedad) y comenzaba a hablar y a atraer la atención de todos sus acompañantes. En aquellas ocasiones, solía fumar con frecuencia para así evitar lastimar sus deformados dedos. Y disfrutaba. Su cara era de gozo, de una fuerte felicidad instantánea. Se podía visualizar un ferviente deseo, casi inconsciente, de congelar el tiempo y de poder disfrutar de esos momentos de alegría que en su rutina diaria le eran esquivos.

A Agus le dolía ser. Una pérdida tan grande que jamás logró superar, principalmente, creo yo, porque nunca pudo entenderla. Las grandes tragedias personales, las muertes de personas queridas, los accidentes, las enfermedades, son comprensibles en términos concretos: una persona querida que muere, no se puede reencontrar nunca más físicamente; un brazo o pierna que se amputa no vuelve jamás... En estos casos, hay un punto de partida para comenzar a entender el dolor. Pero, ¿qué sucede cuando no es posible identificar un hito para comprender el origen del dolor que uno siente? ¿Cómo hacer cuando ese dolor se origina por el deseo, la voluntad de una persona querida, de no querer ver más a la otra? “No entiendo por qué soy tan miserable”.

A partir de allí se construyó un círculo vicioso que se fue retroalimentando, día a día, con la invisible maquinaria de la rutina y la cotidianeidad. Esos hechos repetitivos, que suceden una y otra vez, sin que seamos capaces de distinguir un día de otro. Desesperado, y refugiándose en aquello previsible y que fuera fácil de controlar, Agus perdió la noción del tiempo. Y eso pudo explicar cómo disfrutaba aquellos instantes mágicos y fervorosos de sociabilidad, en donde todo lo anterior parecía desaparecer. Pero al finalizar aquellos, el miedo y pánico de elegir una vida lo paralizaba. Hubo momentos en los que pareció recuperarse, ya absorto en sí mismo, sin importarle nada, ni nadie. Pero no alcanzaron. Como nunca nada le alcanzó...

Hoy puedo ver su cara en la lápida que se encuentra encima de la tierra que lo acobija. No hay ni cielo ni infierno para él. No hay nada: como nunca nada quiso que hubiera. Sólo una vida que pasó. No puedo dejar de entristecerme y emocionarme al recordar tantas de sus frases. Como tampoco puedo dejar de comprender su inmenso dolor, y esa profunda derrota de no haber podido vivir una vida digna de ser vivida. Es quizás el mayor y mejor legado que pudo dejar a este ingrato y miserable mundo.

Y es en este lugar en donde su recuerdo está más presente. Ya no debe quedar nada de él. Sólo migajas de polvo. Por fin puede descansar en la nada misma. En eso que siempre quiso ser.