lunes, 6 de julio de 2009

Don Luis

Don Luis amaneció esa mañana como tantas otras. El poco pelo canoso que los años le han dejado también despierta todo revuelto. Don Luis duerme en calzoncillos, con una remera vieja que cambia cada dos o tres días, depende. Esa mañana era lunes, y eran las seis y veintisiete de la mañana. Al abrir los ojos, se da cuenta del fuerte dolor de cabeza que la resaca le ha traído. Recuerda las dos botellas de vino que tomó la noche anterior en la casa de su hermano y de la tercera botella que luego bebió una vez vuelto a su casa. Los labios morados y los dientes de color oscuro revelan que su estado no es el mejor para ir a trabajar. La alarma de su reloj comienza a sonar; son las seis y treinta en punto y Don Luis tiene la sensación de que el ruido que hace es infernal. Intenta levantarse, como todos los días, pero su exceso de peso lo limita. Necesita hacer más fuerza que la cotidiana para levantarse e ir al baño. Pero antes tiene que apagar el despertador, ya el ruido es insoportable.

Con los puños haciendo fuerza contra la cama y tras dos fracasados intentos logra ponerse de pie. Se siente mareado y que la cabeza le late. Observa a un costado de su cuarto, próxima a su mesita de luz, la silla con el traje y la camisa que había dejado la tarde anterior para ir al trabajo. Al terminar de orinar en el inodoro, se da media vuelta y se mira al espejo que refleja la imagen de su cuerpo desde los hombros a la cabeza. Mira hacia abajo y observa lastimosamente su amorfa figura; se toca su exuberante panza rodeándola con la concavidad de sus manos. Siente vergüenza de sí mismo, como muchas otras veces que se detiene a verse. Observa su rostro brotado por el consumo de alcohol que lo deja en evidencia de haber estado ebrio. Se palpa su cara hinchada e intenta acomodar su pelo alborotado. Pero el reflejo sigue siendo cruel. La imagen continúa mostrándolo corroído por el tiempo, con sus sesenta y cuatro años indisimulables. Un fuerte pesar lo comienza a azotar como muchos años atrás después de la muerte de su madre. La sensación de vacío, que hace veinte años lo postró por días en la cama, había retornado sin aviso en los últimos meses. La infelicidad, como él decía, de no haber sido capaz de formar una familia, de haber estado siempre solo, lo empezó a perseguir como un jinete veloz. Probablemente el vacío siempre haya estado, disimulado u oculto en los quehaceres diarios y el trabajo. Pero a raíz de su cercana jubilación, el miedo y la infelicidad lo acecharon. El miedo a no tener ya nada que hacer, a sentir lo que siempre temió sentir: la inutilidad. En el espejo hizo la cuenta del tiempo que faltaba para su próximo cumpleaños y contabilizó: dos meses. Ya luego después lo jubilaban. Se imaginó estos días repetidos a diario, de resaca y de bebida solitaria, como en el último tiempo. Y el temor paralizante que lo acompañó en las distintas circunstancias de su vida apareció nuevamente.

A don Luis le costaba un poco expresar estas cosas que sentía. Esto es fácilmente comprensible a raiz de sus años de soledad que le fueron moldando una particular forma de ser. Pero más allá de eso, don Luis sabe que es un tipo muy querido: los jóvenes son para él una fuente de inspiración en esta etapa final de su vida. A ellos los ve con los ojos de la experiencia y, seguramente, con cierta envidia por el tiempo que le pasó sin aviso y por las oportunidades que se perdió de vivir. Con los años pudo reconocer que todo aquello que no vivió se debió sencillamente a que tuve miedo.

Ustedes quieren conocer al rey de los boludos? Miren, acá lo tienen solía decir mientras se señalaba y la carcajada generalizada de sus jóvenes compañeros de trabajo corría por toda la oficina. A don Luis esta caracterización lo divertía y le permitía ganarse el cariño de todos, incluso de aquellos de edad más cercana, o incluso mayor, a la suya. Aún así, lo cierto es que esta expresión escondía una verdad que toda su vida lo mantuvo ajeno de sí mismo. Él estaba seguro: soy un boludo.

Dos meses. Qué mierda hago después? se preguntó en voz alta, con la ilusión de que alguien le contestara. Su madre solía responderle sobre estas cuestiones, pero ya el tiempo lo había acostumbrado a tener que darse sus propias respuestas. Pero el espejo lo reflejaba solo, como tantas veces en los últimos años. La tupida barba que le salía, ya blanca, le daba un aspecto de abandono. Miró para el lavabo creyendo que quizás aquella persona que veía no era él. Pero al levantar su mirada, volvió a verse y se reconoció. Entendió que el alcohol podía cambiarle el humor, liberarlo un poco de todos sus miedos, pero que al otro día era imposible evitar verse en semejante estado.

La idea que años atrás había superado con la terapia lo volvió a cegar.
Para qué mierda vivís... se repitió una y otra vez, mirándose directamente a sus ojos vistos en el espejo hasta el punto en que se asustó, ya que parecía que había una persona enardecida del otro lado gritándole.

Don Luis sentió un fuerte dolor en la garganta. Una especie de nudo o tapón que le atoraba y le impedía respirar correctamente. De haber tenido a alguien cerca en ese momento, habría sabido que tenía ganas de llorar. Pero a don Luis esa vida le había sido negada o, peor aún, se la había negado él mismo. Tratando de olvidarse de todo, se lavó con ímpetu la cara y se tomó dos aspirinas para aliviar el dolor de cabeza, con la ilusión de también le aliviara el dolor de garganta.

Al salir del baño, vio la hora. Ya eran las 7 y 25. Debía tomar el tren de las 7 y 34 que siempre pasa o antes o tarde, pero no en horario. Le costó más vestirse que convencerse de ir a trabajar. Ya no podía seguir ausentándose sin aviso previo. Si bien él sabía que había sido importante para el crecimiento de la empresa, hoy ya hacía un tiempo que querían echarlo por su comportamiento errático y porque ya carecía de utilidad.

Para qué mierda vas... Todo al pedo... En dos meses ya te mandan al carajo. Después que haces!? se empezó a repetir nuevamente, mientras esperaba al ascensor desde el segundo piso de su edificio. Un anhelo desesperante lo congeló. Tenía ganas de subir de nuevo y acostarse en la cama. Y dormir. Dormir. Y ver si en una de esas casualidades del tiempo podía quedarse durmiendo para siempre.

Pero esta idea no prosperó porque la del tercero Be lo saludó muy amablemente en el hall de entrada y le recordó que esa misma tarde tenían reunión de consorcio. Don Luis replicó gentilmente como era su costumbre y salió a la calle, dirigiéndose sin pensar hacia la estación de tren.

La horda de gente que esperaba en el andén le recordó su ferviente deseo, previo a encontrarse con la señora del tercero Be. El viaje en dirección a Retiro, amontonado con toda esa gente, parado, encerrado en los escasos cuatro coches que pone la empresa cuando podrían emplear hasta seis o siete. Pero ya eran muchos años de haber caminado siempre hacia ese destino. Tantos años de inercia no pueden ser ignorados así tan fácilmente. Y hoy tampoco iba a ser la excepción.

Don Luis ya contaba con su boleto mensual y se limitó a esperar en el andén detrás de toda esa muchedumbre. Observó su reloj que tenía en la muñeca izquierda. Eran las 7 y 37. El tren se estaba demorando y eso implicaba que más y más gente se acumulaba minuto a minuto. Por detrás, sintió un frío metálico que le rozaba la espalda y, al intentar darse vuelta, escucha que le dicen:

“Quedate quieto y no digas nada gordo. Si no sos boleta. Dame el reloj y toda la guita”

Don Luis tuvo en ese momento una sensación extraña. Recordó su cara esa mañana en el espejo; volvió a sentir ese ferviente deseo segundos antes de ver a la del tercero Be y sintió unas ganas terribles de estar en su cama durmiendo, durmiendo, durmiendo... Ignorando las palabras de quien le había hablado, se dio vuelta y miró fijo a los ojos a quien le estaba apuntando con un revólver calibre 37 directo al pecho. Don Luis sintió un escalofrío aterrador: en la cara del portador del arma se dibujaba el rostro de quien minutos antes había estado gritándole en el espejo de su propio baño. Inmediatamente sintió el estruendo de un disparo y el rápido atravesar de la bala por su pecho, ensangrentando su camisa, mientras lentamente caía de rodillas en el andén.

Don Luis tuvo una sensación que nunca había sentido o que quizás ya había olvidado. Sintió que el dolor de su garganta menguaba rápidamente, al mismo tiempo que unas lágrimas brotaban de sus ojos y caían lentamente, por su peso, a lo largo del rostro.

Ya en el piso, sólo pudo cerrar los ojos y decirse: Gracias.

1 comentario:

Timo dijo...

Cambio radical en la línea del blog. Muy bueno, satom! Oscuro, muy oscuro. Y, como siempre, muy atrapante.

Salute